Suite Imperial

Sábado al mediodía en el hotel Ritz de París. Camino nervioso por las calles mojadas tras la lluvia de la noche sabiendo que voy a encontrarme con una leyenda. A mi espalda, la mochila que guarda mi cámara y un cuaderno para tomar notas. No llevo grabadora porque ya sé que no me dejarán usarla.

—Tengo cita para hacer una entrevista a Florena —indico al pomposo encargado de la recepción.
Me pide identificación y, tras unas breves palabras por teléfono, me indica:
—Suite Imperial, última planta.

Me siento terriblemente pequeño en esa recepción tan saturada en dorados y terciopelos. Todos me miran al pasar, como si mi atuendo no fuera el adecuado. Y sé que no lo es, que ella es un artista y que yo parezco vulgar con mi mejor camisa. Pero respiro hondo y afianzo mi paso hacia los ascensores recordando las preguntas que tantas veces he ensayado en mi cabeza.

Cuando llego a la habitación ella está rodeada por un séquito ecléctico de personas: peluquera y maquilladora que luchan por acercarse, un joven asistente que le recuerda sus próximas citas, dos armarios empotrados claramente de seguridad, su representante, una loca con gafas de pasta verde lima. Tiene la edad indeterminada de las artistas de cine tras una capa generosa de Titanlux color carne, unas gafas de sol del tamaño de caparazones de tortuga y botox como para paralizar a un tranvía. Espero que no lea nunca esto.

Me ve primero su representante, me da tres besos y me hace las consabidas recomendaciones: no puedo preguntar sobre el suceso de Montecarlo, no hablaré sobre su estado de salud y me centraré en su última obra. No esperaba menos pero borro mentalmente cinco bloques de preguntas polémicas a la par que ingeniosas. Nos dejan solos en el salón, enfrentados en dos sillas con brocados en la tapicería y ella me sonríe por primera vez. No nos hemos presentado, a ella no le gusta, como indicó en una de sus primeras entrevistas: «no tiene ningún sentido conocer gente nueva cuando, al fin y al cabo, todos vamos a morir». Es tan profunda.

Gracias por recibirme, con una agenda tan apretada como la tuya, es un verdadero lujo poder estar aquí contigo.
Un placer, siempre encuentro un hueco para la prensa. Tu revista es una de mis favoritas.

¿Tienes tiempo para leer?
Por supuesto, paso muchas horas viajando. Aunque ahora use un avión privado siempre hay tiempos muertos antes de que las torres de control nos dejan despegar y los vuelos, cuando no duermo, los paso leyendo.

¿De dónde sacas la inspiración para tus pinturas?
La inspiración no se saca de ninguna parte. Nace de dentro de cada persona. La mayoría de nosotros no sé da cuenta pero estamos rodeados de elementos inspiradores: un amanecer nublado, el arco iris del petroleo flotando sobre el mar, la sonrisa de un niño tras esnifar pegamento…

Pero no todos sabemos verlo…
Todos lo vemos pero cada uno lo exterioriza de una forma. Unos componen música o escriben historias, otros consumen todo el alcohol que sus cuerpos pueden albergar. Yo tengo la necesidad de plasmar lo que siento en un lienzo.

Sobre tu última obra, algunos te critican por haberte pintado a ti misma como si fuera un retrato de época. Te acusan de egocentrismo. El grado sumo de egolatría que no puedes permitirte tras lo sucedido en Montecarlo…
Eso es porque no han entendido la obra. Igual que María Antonieta, presento mi cuello desnudo, preparado para la guillotina que me redimirá de todos mis pecados pasados. Mi última obra es una alegoría, una ventana de salida a un universo paralelo en el que todos podemos volar.

También se comenta que no lo has pintado tú sino uno de sus acólitos, uno aventajado al que solicitas la mayoría de sus obras tras tu último accidente.
Eso es completamente falso. Por supuesto que doy cobijo en mi casa a un grupo de jóvenes con talento a los que instruyo y animo para que den lo mejor de sí mismos pero nunca he firmado ninguna de sus obras haciéndolas pasar por mías.

¿Ni tampoco es cierto que tengan que turnarse para calentar tu cama como pago por su estancia en tan ilustre círculo?

En ese momento veo como su inexpresiva cara muestra un leve gesto de ira y, sin que realice ningún movimiento ni haga sonido alguno, su representante accede rápidamente al salón con un vaso que parece agua con una rodaja de limón y los guardias de seguridad me acompañan a la salida cogiéndome amablemente de los brazos. Ha sido breve, me digo a mí mismo mientras veo cómo se iluminan los pisos según bajo en el ascensor.

De nuevo en la calle hace frío pero brilla el sol sobre los adoquines mojados. Camino de vuelta al hostal en el que me alojo imaginando cómo será vivir en una mansión rodeado de lujos, entre artistas de todas las nacionalidades que Florena se ha encargado personalmente de seleccionar durante los últimos diez años. Un grupo elegido cuyas obras creadas en el espíritu de la colmena son tan variadas como inusuales, tan ricas como caras. Los críticos hablan del nacimiento de un nuevo estilo pictórico y que, con la unión de artistas en un espacio y tiempo limitado, se ha vuelto a una suerte de neo-impresionismo de la misma forma que ocurrió con el cúmulo de artistas en el Montmartre del siglo XIX. Y, por descontado, corren infinitos rumores sobre las tumultuosas fiestas y las relaciones de todo tipo que surgen en ese entorno.

Me alejo ya de la suite Imperial del Hotel Ritz, en París, cuya habitación principal es una réplica del cuarto de María Antonieta en el palacio de Versalles. Quizás sea verdad y todo esto no es más que una alegoría para aquellos que han aprendido a volar…