Me hice mi primer tatuaje con 18 años. Antes hubiera necesitado autorización de mis padres y ellos no me la hubieran dado. Ni yo se la hubiera pedido.
Era pequeño, en el omóplato derecho, una pequeña estrella que años más tarde tuve que camuflar en el tatuaje del dragón que ahora cubre mi espalda. Pasé el verano en Torrevieja con camiseta diciendo que no quería quemarme para que no me lo descubrieran. Al año siguiente tenía cinco tatuajes más por todo el cuerpo y ya me daba igual que los vieran. Pequeños símbolos de rebeldía que luego no encajaban en la obra completa. Deslavazados, sin una historia común, aquí y allá. Símbolos de mi momento pero hechos más en un grito a la nada de «es mi cuerpo y hago con él lo que quiero» que buscando un resultado completo.
Seguí haciéndome tatuajes poco a poco un año más hasta que empecé a imaginar cómo quería que quedara mi cuerpo. Ya no quería unas flores en el tobillo porque quedaban genial con tacones, no quería las cerezas en la parte superior de mi nalga que me parecían tan eróticas. Mi cuerpo es un lienzo en blanco, no se rellenan pequeños dibujos en una esquina o en el centro, se llena de color para que explote en armonía.
Y así encontré a Aron. Conocía ya algunos estudios y a otros tantos tatuadores pero Aron era un artista. No era solo que pintara bien, hablaba contigo para poder entender qué buscabas con tu tatuaje. Qué tenía que significar para ti. Podría haberle dicho «aquí estoy, pinta lo que quieras» que sabía que habría tatuado exactamente lo que necesitaba. No solo que fuera bonito sino que llevara parte de mi alma en él. A partir de ese día solo me tatuó él.
«No te tatúes la espalda que no podrás ponerte la epidural si algún día quieres tener hijos». «Dentro de unos años esa bonita tinta negra se verá verde y desgastada, como la de un marinero inglés». «¿Cómo te quedarán los tatuajes si engordas?». «Cuando tengas 50 años y te cuelguen las carnes imagínate qué pintas tendrás con todos esos tatuajes». Mi madre siempre me ha animado en mis aficiones.
Nunca seré más joven que hoy, nunca mi cuerpo se verá más bonito, lleno de color, de significados más allá de lo obvio, de mis verdades, de mis miedos, de mis fortalezas. Aron dice que ha terminado, que estoy completa, que soy su obra maestra y se niega a seguir retocando una obra maestra. Pero, ¿cómo puedo estar completa?
«Por favor, Lourditas, no te tatúes la cara. Esa cara tan linda. Esa sonrisa, esos ojitos claros. Por favor, mi vida, no te toques la cara. Asustarás a la gente. ¿Cómo vas a encontrar trabajo?». Y veo a mi madre llorando. Dice que ha aceptado el resto. Que hasta le gusta, que no importa nada mientras yo esté a gusto y le guste a ese tío raro del pendiente en la barbilla con el que salgo.
Tengo 24 años. Y estoy completa. Nunca me veré mejor que hoy. Cada día que pase seré un poco menos yo, más gris. Estar completo es estar acabado.
¿Por qué eso debería ser bueno?