Los «Mevlevíes» o «Derviches giradores» giran sobre sí mismos y en círculo alrededor de una sala cerrada. Lo prodigioso es que no se marean y se caen en la mitad del baile. En realidad, sí se marean y utilizan su baile como ritual religioso en el que entran en un estado de trance que les acerca a Alá pero con un increíble equilibrio que les permite no caerse.
Pero no hay mujeres derviches.
La sala era amplia, con columnas a los lados entre las que se situaba el público. Había algunas sillas plegables de madera pero la mayoría simplemente estaban de pie, apoyados contra las columnas. La «orquesta» consistía en dos personas vestidas de blanco con instrumentos locales parecidos a guitarras que él no sabía cómo se llamaban. Los turistas esperaban la entrada de los monjes pero en vez de éstos, entro ella. Vestía un traje pesado azul, como de terciopelo, con bordados y cintas de colores vivos. Parecía concentrada, mirando al suelo al principio, pero, cuando llegó al centro de la sala, alzó la vista y le miró a él directamente a los ojos.
¿Cómo le había encontrado?, ¿cómo sabía que estaría allí?, ¿cómo le había localizado a la primera entre todo el público?, ¿cómo se había colado en un ritual estrictamente masculino?
Comenzó la música y ella empezó a bailar. Primero despacio, flotando sobre el suelo, pero sin dejar de mirarle. A medida que giraba, cada vez más rápido, sus facciones se volvían borrosas pero no sus ojos. No. Sus ojos negros seguían clavados en él, taladrándole a cada giro, deteniendo el tiempo para odiarle desde lo más profundo, para coger cada una de las conexiones de sus células vivas y romperlas. Porque no le quería muerto, le quería con el alma desmembrada, soñando algún día poder volver a ser algo más que una babosa miserable.