Recorrí una vez más la habitación. Cuatro paredes blancas exactamente iguales me rodeaban. Tan solo una ventana con unas viejas cortinas cambiaba la perspectiva. Una mesa y una silla perfectamente corrientes completaban la decoración.
Miré al suelo y me senté en la silla. Blanco. El suelo también era blanco.
A través de la ventana, cristalizado, se veía un paisaje. Puse las manos en la nuca y miré hacia arriba. Blanco. El techo también era blanco. La mesa, la silla, blanco.
Blanco, blanco, blanco. Y aquella ventana incitándome. El paisaje, inmóvil, tenía vivos colores. Parecía tan real: árboles, arbustos, senderos, pero todo era una copia.
Blanco, blanco, blanco. Y una mentira a la vista.
No soporto las mentiras. Y rompí con lo falso. De la ventana solo quedaron los fragmentos del paisaje cristalizado. La luz entró y cada pared se tiñó de un color. La silla y la mesa desaparecieron con un soplo de viento. Y yo corrí hacia el verdadero árbol, el verdadero matorral y el verdadero sendero y tras de mi dejé para siempre aquella habitación que por fin vio la realidad.