Historias de mi abuelo

Mi abuelo fue policía, aprendiz de joyero y comió gato. Todo hace mucho tiempo, antes de la guerra y un poco después. Sé que fue policía porque me enseñó de pequeña la “chapa”. Era una estrella muy bonita dentro de una cartera de cuero. Él decía que era su estrella de sheriff a lo que yo le miraba con admiración y él simplemente sonreía. Así que no sé mucho más sobre esos días. Sé que fue aprendiz de joyero porque siempre llevaba un anillo de plata que había hecho él, como una sortija grande de esas que tienen algún sello en la parte superior. Pero no tenía ningún ornamento, ni piedra, ni grabado. Solo la plata, muy redondeada. No sé si siempre fue así o después de llevarlo puesto en el dedo meñique 60 años en cuatro países distintos estaba erosionado por la vida. Lo de qué comió gato me lo dijo él. Tras la guerra, en Madrid, pasaban hambre y los gatos sabían a conejo. Y luego es verdad que siempre le vi comer de todo: esos dos pececitos miserables que pescamos en una zodiac en Benidorm que nadie más en la familia quiso probar o el ojo de medio cordero asado, que parecía salido del mismísimo Templo Maldito.

Manolo

Mi abuelo luchó con los republicanos en la guerra y estuvo en la cárcel. No sé cuánto tiempo aunque pudo ser un año. Lo que me contó es que se dedicaba en su celda a trenzar con papel de fumar capas y capas hasta hacer una cartera. Yo vi una de esas carteras y era una preciosidad. Se notaba que le había dedicado tiempo y mucha paciencia. Le gustaba hacer cosas con las manos y era muy meticuloso. En mi cumpleaños o en navidades siempre me regalaba dinero, pero metido en una caja de zapatos llena de papel de periódico, escondido en un jarrón o en una cartera hecha esta vez de plástico. Todavía tengo esa cartera, se compone solo de dos placas de plástico unidas por una cinta azul que está recta en un lado y cruzada en el otro de forma que, si pones los billetes en uno de los lados y abres las dos placas por el borde contrario, los billetes cambian del lado cruzado al recto y viceversa.

Salió o se escapó de la cárcel y logró huir a Francia pero volvió a meterse en España en un tren y armado para buscar a mi abuela, diez años más joven que él que era la hermana menor de su amigo de andaduras. Ya con mi abuela y su suegra cruzaron un río que les separaba de nuevo de Francia, con todas sus posesiones sobre su cabeza y parando cada poco tiempo para que no les vieran desde el puesto fronterizo ya que les hubieran disparado. Lo consiguieron y se casaron en París con lo puesto, y estuvieron un tiempo allí. Todos creían que en cuanto acabara la guerra contra Hitler los Aliados entrarían en España para echar a Franco. Pero nunca lo hicieron y esa traición les seguía doliendo muchos años después. Les prestaron dinero y cogieron un barco hacia Estados Unidos. No pudieron pagar la pensión en la que se alojaban y le dijeron a la casera que se lo devolverían en cuanto pudieran, cosa que ella no creyó en absoluto, pero fue lo primero que hicieron cuando empezaron a trabajar en Caracas. Mi abuelo recordaba la carta de agradecimiento que les envío la casera cuando recibió con creces lo que la debían. Imagino que la falta de expectativas la hizo sorprenderse más.

Mis abuelos, el día de su boda, en París.

Después de un largo viaje en barco creo que llegaron a Nueva York, pero podría haber sido otro sitio. Llegaban muchos inmigrantes de Europa entonces y trataban de distribuirlos como podían. Mis abuelos hablaban francés y chapurreaban algo de inglés pero la decisión más lógica era ir hacia latinoamérica. Les hacinaron en unos hangares con otros inmigrantes, todos juntos, en literas, solo separados por sábanas. Los primeros días mi abuelo se quejaba: “no hemos salido de una guerra para acabar tratados como ratas a kilómetros de nuestra casa” pero no servía de nada. Al tiempo se sonreían cuando oían esas mismas frases gritadas por los recién llegados. Acabaron en Caracas, Venezuela, una ciudad bonita y que vivía un periodo muy próspero. Mi abuelo trabajó en una fábrica de pinturas y le fue muy bien. Compraron una casa con jardín, tuvieron dos hijos y hasta un perro.

Pero años más tarde, Franco promulgó una amnistía que permitía a los exiliados volver a España sin represalias y a mi abuelo le entró la morriña. Mi abuela se negaba rotundamente a volver, su padre y hermano habían muerto allí en la guerra, tenía mucha rabia acumulada y en Caracas eran felices. Pero mi abuelo la convenció y se volvieron. Mi madre tenía trece años cuando llegaron a Madrid.
En Madrid compraron una casa muy a las afueras de entonces que está junto a la Plaza Castilla, casi casi el centro hoy en día. Mi abuelo montó una empresa constructora con su hermano y un hermano de mi abuela y sé que llegaron a construir unos edificios, pero no tenían experiencia en el tema y la cerraron pronto. Yo no recuerdo a mi abuelo trabajando, imagino que para cuando yo tenía uso de razón estaba ya jubilado.

De pequeña fui muchas veces a casa de mis abuelos. Mi hermano y yo disfrutábamos mucho allí. Mi abuelo me doblaba folios y los unía con grapas para hacerme cuentos en blanco a rellenar con historias y dibujos. Me recortaba siempre las esquinas de forma redondeada lo cual quedaba muy elegante. Mi abuelo le dijo a mi madre que no estudiara Biología, que no tenía salida, que estudiara Farmacia, pero no le hizo caso. Mi abuelo le dijo a mi tío que no se hiciera marino mercante, que acabara la carrera de Arquitectura, pero no le hizo caso. No recuerdo haberle oído gritar nunca. Desayunaba muy calmado pan, embutido y fruta, salía a comprar y dar un paseo y se traía de vuelta el periódico. Se sentaba en el sofá y se leía hasta la última letra. Dormitaba en el sofá y luego decía que no dormía casi en su cama por la noche. Fabricaba marcos para los cuadros que pintaba mi abuela, o le daba la vuelta a la tela de los lienzos para que ella pudiera pintar por los dos lados. Estuvimos un año viviendo allí cuando nos cambiamos de casa: no habían acabado de construir la nuestra y vendimos la vieja demasiado pronto. Yo dormía en una habitación junto a la cocina que, cuando no estábamos, usaban para comer y mi abuela para pintar y coser. Aquella casa tenía interruptores en las habitaciones que hacían que sonara un timbre en la cocina y se mostrara el número de la habitación desde la que habían llamado, como para avisar al servicio. Pero nunca hubo servicio, solo mi hermano y yo fastidiando con los timbrecitos.

Mi abuelo era muy generoso y se llamaba Manolo. Llamaba a mi abuela Julita y a mí eso siempre me hacía mucha gracia porque, al fin y al cabo, era una señora mayor. Sobrevivió a mi abuela y murió de viejo, con un poco de parkinson y bastante ido de la cabeza, a los noventa y tantos años de edad, en una cama acompañado por sus dos hijos.

Y resulta que buscando información en Internet, encuentro fotos y detalles de sus andaduras antes de la guerra: Manuel González Juarranz, 1915-2008