Ángel de Luz era un triunfador. Desde el primer día que subió al ring, el público se encariñó con él. Era alto, musculoso, con sonrisa afable y siempre mostró cortesía por las damas y educación frente a sus adversarios. Durante más de cinco años, nunca atacó a un contrincante por la espalda ni se aprovechó si tenían una lesión o debilidad patente. Además, siempre ganaba. Ganaba porque el bien triunfa, porque sus adversarios solían ser ruines, mal agraciados y ávidos de utilizar estratagemas ilegales para vencerle.
Los combates solían tener una estructura muy parecida. Días antes, el contrincante en cuestión empezaba a hacer declaraciones ofensivas sobre Ángel prometiendo destrozarle literalmente. Ángel contestaba con declaraciones educadas de esas de «qué gane el mejor» aunque, pasados dos años de su debut, comenzó a introducir declaraciones con una pizca de humor de forma que los ataques dialécticos de sus oponentes siempre se les volvían en contra. Ángel era más inteligente que ellos.
El día del combate, con los primeros golpes parecía que iba a estar muy igualado, pero el adversario rápidamente utilizaba alguna estrategia ilegal a espaldas del árbitro y tomaba ventaja. El público abucheaba el comportamiento e instaba al árbitro que interviniera, pero éste parecía no oírles. Cuando Ángel parecía destrozado, al borde del desmayo, recobraba fuerzas y acababa venciendo victoriosamente a su adversario. En alguna ocasión, el vencido, una vez acabada la pelea, intentaba atacarle, como si el odio traspasara la frontera del fin del combate. Como si no fuera un juego, como si no estuviera todo ensayado.
Ángel fue diseñado para ganarse la simpatía del público que temblaba en cada combate creyendo que no lo conseguiría y gritaba de emoción con cada victoria. Los niños jugaban a ser Ángel, las mujeres soñaban con tenerle en su cama y los hombres en darle una paliza a su jefe con los mismos puños firmes.
Pero un día esto cambió. Los días anteriores al combate, Chacal, el contrincante en aquella ocasión, no hizo ninguna declaración ni aspaviento. Chacal llevaba muchos años en la profesión y conocía su papel. Bajito, rechoncho y sin alegres colores en la vestimenta, siempre había sido «el malo». El día del combate se le veía sereno, casi sonriente, esperando el momento, saboreando los segundos de espera. No se empleó a fondo al principio. No utilizó ningún descuido del arbitro para golpear a traición a Ángel. Estaba combatiendo limpiamente, como si se tratara del héroe. Ángel comenzó a ponerse nervioso. Si seguían así podían durar horas y él había quedado con un muchacho del centro para ir a su casa. Se volvían locos por sus pósteres firmados. No sabía que hacer, no podía atacarle violentamente hasta que él le atacara primero. Así era como se hacía, así lo habían hecho siempre. Y empezó a impacientarse. Empezó a insultarle, a darle golpes reales, a tratar de tomar la iniciativa.
El público, atónito, primero agradeció las variaciones pero en seguida comenzó a ver los mordiscos, las patadas en los tobillos y las expresiones de ira de Ángel y se revolvieron inquietos. Esto no era lo que habían venido a ver. El árbitro tampoco sabía cómo comportarse. Veía las acciones de Ángel pero no era a él a quien debía amonestar.
En un momento, Chacal se levantó y dejó de jugar. Uno, dos, tres golpes certeros y Ángel estaba tumbado en la lona. Le agarró entre las piernas y le arrancó la máscara ante el asombro del público. Ángel se tapó la cara entre las manos para que no pudieran verle, NO PODÍAN VERLE LA CARA. Pero ya era tarde, todos la habían visto y aguardaban, paralizados, a saber qué ocurriría después.
Chacal arrojó la máscara a un rincón del cuadrilátero y abandonó el combate.
Nunca más volvió a competir.