Bajó la escalera y se hizo fuerte en una de las mesas del fondo. Siempre con la pared tras la espalda para evitar sorpresas. Pidió un café aunque hubiera preferido un whisky, pero el local no era de esos que sirven alcohol. Al menos no a esa hora ni tan cerca de la entrada.
Se encendió un cigarrillo y esperó a que llegara su invitado. No le gustaba ir desarmado ni le gustaba ir solo a este tipo de reuniones. Pero habían sido muy precisos con las instrucciones y sabía lo que se jugaba si le sorprendían incumpliéndolas.
—Marriot te echa de menos —le dijo la camarera cuando le llevó el café.
—¡Calla, mujer! Ya sabes que ahora estoy en la liga de los grandes y no puedo andar tonteando. Que se despreocupe, que cuando tenga tiempo para ella le haré una visita y la dejaré bien satisfecha, como siempre.
Las mujeres demandando atención. ¿Por qué siempre pedían más de lo que uno quería darles?
Su invitado se retrasaba más de quince minutos y empezaba a impacientarse. El negocio era redondo: los caballos parecían pura sangre, los corredores de apuestas estaban en nómina y solo necesitaba presupuesto para pegar el pelotazo. Y ahí entraba su invitado, poniendo la pasta de la apuesta ante la promesa de que los caballos ganarían una tras otra las siete carreras. Lo había intentado con todos los pardillos reconocidos priorizando según su avaricia e inconsciencia y había fallado. Por desgracia, empezaba a tener un nombre en el mundillo y su fama no era precisamente de honesto. Nunca repetía golpe ni se movía en los mismos barrios para evitar encasillarse pero, al final, el entorno de las apuestas amañadas era limitado.
Así que su invitado no era un pardillo sino, ni más ni menos, que el jefe de la Mafia de Boston. Había tenido que cambiar de estrategia in extremis pero, timar a un timador, y más a uno tan peligroso con Don Arnaldo, podría encumbrarle a la gloria o llevarle a una cuneta encerrado en el maletero con un par de agujeros de más en la cabeza. Él apostaba por la primera de las opciones aunque las probabilidades estuvieran en uno contra diez. Pero esas eran precisamente las apuestas que le gustaban.
Se abrió la puerta y un hombre de espalda ancha y sombrero caro se acercó a su mesa y le acercó la mano a la cara como si se la acercara a un perro para que pudiera olerla antes de acariciarle.
—Tienes que besarme la mano —dijo acercando más la mano a su cara, casi rozándole la nariz con la sortija de su dedo meñique —. Todos los que trabajan para mí me besan la mano como señal de respeto.
Él se apresuró a besarle la mano. Era un hombre orgulloso que soñaba con un día estar en la posición de pedir a otros que le besaran la mano o, mejor aún, el trasero mientras se reía de sus humilladas caras pero no tenía ningún problema en rebajarse a parecer la más insignificante lagartija si con eso podía embaucar a su víctima.
—Tengo entendido que tienes un negocio para mí.
—Pues sí, señor, un negocio muy lucrativo con el que podrá hacerse realmente rico.
—Ya soy rico y sabrás que quiero abrir mi propia escudería. ¿Cuántos caballos pura sangre tienes para vender?
—Pero… No vendo cab…
—Vamos a ver joven. Me gustan los hombres que responden de forma directa a las preguntas. Si yo pregunto «¿cuántos?» tú respondes con un número, ¿entendido?
—Sí, disculpe, señor. Pero es que los caballos no están en ven…
—Me parece que no nos entendemos. Voy a repetir la pregunta más despacio. ¿Tiene usted un problema de oído? ¿O quizás alguna deficiencia en el cerebro que le impide entender preguntas simples?
—No, señor.
—Muy bien. ¿Ve usted qué bien y qué fácil ha respondido? Repito mi pregunta: ¿cuán-tos ca-ba-llos pu-ra san-gre tie-nes pa-ra ven-der?
—Es que, señor, yo…
—¡Mal de nuevo! ¿Pero tan difícil es?
Su negocio eran las apuestas pero, en ese momento, le podía la presión y decidió dar un cambio en su estrategia. A pesar de que la original estaba planificada hasta el último detalle y llevaba meses contemplando todas las posibilidades que podrían surgir, no se le había ocurrido la posibilidad de que el gran Don Arnaldo, una vez había aceptado reunirse con él, no tenía ni idea de qué negocio le proponía ni estaba dispuesto a escucharle. Así que improvisó. En un momento de sangre fría habría calculado que sus probabilidades de éxito se acababan de reducir un 50% pero él era un hombre optimista y siguió adelante.
—Siete, señor. Tengo siete magníficos pura sangre.
—¡Estupendo! ¿Todos machos?
—Por supuesto. Grandes competidores y sementales al mismo tiempo. Ideales para crear una escudería de éxito —. Comenzaba a meterse en terreno pantanoso.
—Maravilloso. ¿Y cuánto cuesta cada uno si compro los siete?
—Solo 100.000 dólares. Es una ganga.
—Mmmm, de acuerdo, estoy interesado. Mañana iré a ver a los animales a su picadero con el veterinario, si todo está en orden, le llevaré el dinero y realizaremos la transacción en ese momento.
—Claro, por supuesto.
—Y si no lo está, si intenta usted timarme, joven, me encargaré personalmente de que sean sus propios caballos los que le pisoteen hasta la muerte. ¿Queda claro?
—Cristalino, señor. Un placer hacer negocios con usted.
Don Arnaldo se levantó, se puso el sombrero caro y abandonó el local. Sentía que sus probabilidades de éxito habían disminuido otro 50%: no tenía caballos, no tenía picadero y no tenía ni idea de dónde podría conseguir ninguno de los dos de un día para el otro.
Se encendió otro cigarrillo y sonrió, optimista. Bueno, estaba de suerte, al menos no podrían obligar a ningún caballo a que le pisoteara hasta morir.